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Otra mirada sobre la cultura de la cancelación

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Se llama “cultura de la cancelación” al fenómeno que por estos días está en discusión en el ambiente de la comunicación, de la política y de la cultura en general.

La expresión viene de algo tan simple como de llevar adelante la operación de cancelar, de abortar, de dejar sin efecto lo que sea y se aplica al resultado del linchamiento mediático sobre figuras públicas (que no solamente) de diversos ámbitos. Y en estos días ha surgido como objeto de análisis y discusión a partir de una carta que publicaron en la revista Harper´s varios intelectuales (entre ellos Noam Chomsky y Salman Rushdie y Bari Weis, pero también Francis Fukuyama).

La carta de estos intelectuales y gente de la cultura hace este señalamiento: “El libre intercambio de información e ideas, el alma de una sociedad liberal, se está volviendo cada vez más restringido”, al tiempo que advierte: “Si bien hemos llegado a esperar esto de la derecha radical, la censura también se está extendiendo más ampliamente en nuestra cultura: una intolerancia de puntos de vista opuestos, una moda de avergonzamiento público y ostracismo, y una tendencia a disolver cuestiones políticas complejas en una certeza moral cegadora”.

Lo interesante en cualquier caso es que izquierdas y derechas mundiales se cruzan en favor de defender la libertad de expresión y culpar a la cultura de la cancelación de hacer imposible el ejercicio de esa libertad.

En el ultraderechista y monárquico diario ABC de España, por ejemplo, se señala a los de la “ultraizquierda” como responsables de haber generado este “monstruo”, mientras que los firmantes de la carta dicen respecto de la “cancel culture”, que “si bien hemos llegado a esperar esto de la derecha radical, la censura también se está extendiendo más ampliamente en nuestra cultura”.

El feminismo en su versión fascista ha usado la práctica para cancelar al usufructuar la condena social, y lo sigue haciendo entorno de todos los temas que circulan en el movimiento, desde las discusiones sobre prostitución, vientres subrogados, escraches y otros. Hay entre integrantes de los feminismos unas guerras feroces que abonan la cancelación de la que piensa diferente e invariablemente logran que huyan del escenario aquellxs que quieren aportar miradas no complacientes con el modo binario o con el modo que se para en los extremos.

Pero también está Owen Jones (Sheffield, Reino Unido, 1984) a quien se lo reconoce como de “izquierdas”, que considera que en realidad nadie o casi nadie ha sido cancelado en forma absoluta y dice además, que el verdadero problema en este terreno tiene que ver con que “la permanencia de elites privilegiadas, y aquellos individuos o colectivos que deciden “cancelar” a miembros de la elite, lejos de minar la libre opinión, la están ejerciendo y alimentando”.

Llegados a este punto, es bueno preguntarse si se está hablando de lo mismo. Si Jones y Chomsky, por citar dos, están discutiendo el mismo fenómeno y si la cultura de la cancelación es censura, es que está creciendo desaforadamente el enano facho que todxs tenemos (decían en otros tiempos) o si estamos ante el impúdico desfile de lo monstruoso que encierra el ser humano y hay que pararlo ya.

Y por otro lado pensar si esta práctica se puede identificar con lo que ocurre en ciudades pequeñas, donde la cancelación no se circunscribe a desacreditar a una persona por lo que dice o piensa, sino que va más allá y se convierte en un linchamiento que cancela cualquier conversación posible e instala las formas fascistas desde las derechas y desde las izquierdas, desde los nazismos hasta los feminismos (por citar uno de los movimiento más profundamente revolucionarios en el que conviven las mejores y las peores intenciones).

La carta que firmaron intelectuales, periodistas y otrxs reconocidxs hombres y mujeres de las “ideas” como Noam Chomsky, Steven Pinker, Salman Rushdie, J.K. Rowling (la “lincharon” y la acusaron de transfóbica por un twitter), Malcolm Gladwell, Margaret Atwood, Gloria Steinem, Enrique Krauze, entre más de 150 figuras, ha puesto en debate la práctica que ya había cuestionada en pleno auge del #MeToo por las actrices y mujeres de la cultura francesa, en 2018, por ejemplo.

La conversación tiene su espacio en el centro del mundo, pero la práctica de la cancelación no es exclusiva de las elites culturales, al contrario; en ciudades chiquitas como el Bolívar que pisamos a esa cancelación cultural que opera contra cualquiera y en cualquier momento, se le suma el hecho infausto del infierno grande que supimos construir.

Las redes sociales se convierten en espacios inhabitables y profundamente hostiles ante la circulación de cualquier tema. Se expone a las personas por una deuda en un comercio, por su posición política, o por una “vendetta”, al tiempo que hay una demanda intensa respecto de que –en tiempos de pandemias y cuarentenas- se denuncie, se escrache, se acuse, se condene.

De allí que entender esas lógicas violentas que obturan la conversación  y proponer nuevas prácticas que hagan de esta una mejor sociedad, debe ser tarea del conjunto, aunque el mero planteo suene naif o ñoño, en medio de tanta confusión.

No se trata de poner la otra mejilla, ni de evitar el debate, ¿Alguien sabe qué hacer para que se restaure la página en la que se conversaba?

Daniela Roldán

 

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