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Fernando Valdez: El Amo de la Niebla se reinventa en cuarentena

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Omar Fernando Valdez se apasionó con la fotografía de grande: recién en 2013 se entregó con un compromiso profesional (aunque él insista en calificarse amateur y aprendiz en tránsito constante) a tomar imágenes, siempre en Bolívar, siempre de paisajes y situaciones llamativas que descubría, o veces se ‘chocaba’, en la calle. Fue, en rigor, un reencuentro, ya que de adolescente había tenido un ‘affaire’ con la disciplina que luego abandonó para dedicarse a los medios de comunicación como camarógrafo y editor televisivo, y operador de radio en su última etapa (en los tempranos ochenta también fue parte de emprendimientos gráficos). Un hombre obsesionado con el detalle, así en los medios como en la fotografía.

De 2013 a 2019 registró, acumuló y trabajó imágenes a un ritmo febril. Enseguida adquirió notoriedad en la comunidad, por su sutileza, sensibilidad, creatividad y curiosidad para captar escenas que ante la gran mayoría de los ojos pasarían desapercibidas, en medio del vértigo cotidiano en el que la sociedad de consumo nos ha constreñido a vivir, estandarizando (casi) toda originalidad y también las miradas. Se erigió en el Señor de la Niebla -aquí rebautizado como el Amo, por su fruición por eternizar postales en el siempre noble blanco y negro bajo esa condición climática, y mientras depuraba su impronta cosechaba premios en salones y galerías, y hasta una medalla de oro.
Pero la pandemia pateó tableros como si fuera hojitas secas, si bien mostró un raro respeto a la historia contemporánea al dejar intactos ciertos núcleos del hombre y su vínculo con las cosas, ciertas pasiones vitales que aún sostienen lo que queda del mundo. En el caso de Fernando fue chau cámara clásica, hola teléfono celular, de eso hablo. El covid mata y contagia a mares, pero la fotografía no se mancha.

“Desde el 18 de marzo de 2020 no he tocado la cámara”, confiesa Fernando en el comedor de su hogar, mientras me sirve un café fuerte (un shot, para decirlo en clave gourmet y hacerme el cool) en el que también se ve, y sobre todo se saborea, la puntillosidad con la que hace todo, sin alharaca ya que sus cosas se defienden solas y con ser discreto le sobra.
Pero no fue sólo la pandemia, sino Bolívar mismo: en siete años le sacó a la ciudad todo el ‘jugo’ que podía, y ahora sería tiempo de lanzarse a una aventura que no está en condiciones de emprender: recorrer el mundo para componer fotografías. Participa en salones nacionales hace años, y advierte que el veinte por ciento del total de obras que intervienen es producido en la Argentina, y el resto en el mundo, por colegas que pueden viajar. Esto lo deja en inferioridad de condiciones, y contribuye a minarle el entusiasmo para salir como cuando estaba descubriendo la ciudad y partía bien temprano mochila al hombro al modo del cazador que se interna en el bosque. “No sólo me agarró la pandemia y me quitó las ganas, sino que Bolívar me dejó sin fotos: ya no tengo dónde ir”, confiesa. Si es por soñar, le encantaría ir a Islandia, pasarse “todo el día” en “esos paisajes increíbles”, a la campiña toscana, en Italia, o, sin partir más lejos, a la Patagonia argentina en otoño.

Los domingos eran sagrados para su rutina de artista: al amanecer cargaba sus cosas en el coche y salía por los caminos rurales. Así pasaron los años, pero hoy ya no halla su alimento: “¿Qué foto encontrás en los caminos rurales de nuestra llanura pampeana?”, se inquiere en voz alta. Siente que casi cualquier imagen que componga hoy, palidece ante una anterior.
Lo suyo era, y sigue siendo, la naturaleza. Le gustaría hacer retratos, pero no cuenta con la infraestructura necesaria y además debería salir a buscar modelos, aclara.

 

EL RECONOCIMIENTO
Valdez es socio del Fotoclub de Bahía Blanca (acá no hay), pero en Bolívar compuso las obras con que logró sus primeros premios en salones nacionales e internacionales y su medalla de oro: un pájaro en un tronco, tres hamacas del parque sobre un charco de agua, una persona caminando sobre el puentecito de madera del mayor pulmón verde de la ciudad, él mismo ascendiendo por la escalera del viejo Colegio Nacional.

Su mejor año fue el 2016: resultó el mejor de Bahía en la Federación Argentina de Fotografía, y el mejor en el concurso interno que organiza el Fotoclub de la ciudad de Ginóbili. En 2017 obtuvo dos primeros premios, pero en 2018 “se terminó Fernando Valdez participante a ese nivel”, sentencia. La entidad, que tiene más de cincuenta años de antigüedad, hacía en 2020 más de treinta que no organizaba su Salón nacional. Valdez intervino en tres secciones y consiguió un primer premio, con la foto que lo muestra, con su silueta difuminada, subiendo las escaleras del viejo Nacional de Bolívar.
La pandemia es un monstruo grande que pisa (y mata) fuerte, pero frente a las grandes pasiones no puede hacer nada. Por eso, a pesar del desánimo y las limitaciones de las que habla, no bien pudo ‘agarrar’ la calle todo fue readquiriendo su matiz conocido, macerado durante siete años de trajín y aprendizaje. Claro que con otras herramientas, si se quiere menos artesanales y románticas pero a las que sigue descubriéndoles potencialidades. Básicamente, un teléfono celular que lleva alerta en su bolsillo en cada caminata matutina por la ciudad. “Y sigo encontrando algunas cosas; los celulares han avanzado tecnológicamente y las fotos son muy buenas, aunque no alcancen el nivel de detalles que permite una cámara”, diferencia.

Quien quiera ver su labor actual, puede concurrir al Salón de Fotografía Permanente de la Cámara Comercial, donde Valdez expone este mes una selección de sus últimos trabajos, o ingresar a su Facebook o su Instagram, en los que cada día publica una foto.
Un marzo extrañísimo y por eso inolvidable, un marzo que se estira hasta hoy como un chicle amargo, en nuestro ‘barrio’ irrumpió la pandemia con su batería de inéditas restricciones y el arsenal de dardos de miedo que clavó hasta en las conciencias más inconscientes, y así fue que celu ‘mató’ cámara. Sin embargo la ‘vieja’ “ahí está”, aún respira, dice Fer mientras la mira de reojo, como quien contempla sus cosas queridas sabiendo que habrá reencuentro, hasta demorándolo para disfrutarlo más, dejando que madure así reverdece con fuerza.

Chino Castro

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