17 de noviembre de 2025
Con la muerte de Dorita Palomino, ocurrida el pasado viernes, murió también una parte de nuestra infancia. O quizás, en un gesto luminoso, como fue toda su vida, hizo que fuéramos desde hoy un poco niños para siempre, quedando prendida en la memoria y el afecto de tantos de los que fuimos sus alumnos.
Había nacido en Bolívar, en la década del 30, en un hogar de inmigrantes españoles, don Hermogenes Palomino y doña Teresa García, que habían dejado Cañizal, un pueblecito de la provincia de Zamora cercano a Salamanca, y se habían establecido en esta ciudad, fundando un próspero comercio, un "corralón" como entonces se llamaba, y también una familia numerosa.
La suya fue una infancia como la de tantos niños de aquella generación que crecieron con el corazón partido entre dos mundos: la aldea española, la fuente, la era, los refranes; y la esta tierra argentina que los recibió, rica y promisoria en un horizonte de pampa y cielo. Y en Dorita se dieron estas dos cualidades de una manera extraordinaria. Vivió profundamente su españolidad, castellana hasta lo más profundo de su sangre, y su argentinidad, su amor a la Patria y a sus valores más profundos: la libertad, el respeto, la igualdad.
Educada como muchas jovencitas bolivarenses de su tiempo en el colegio de la Inmaculada Concepción de Lomas de Zamora, de las Hermanas Azules, monjas francesas con las que aprendió no solo literatura y didáctica, sino también a desarrollar un pensamiento crítico, una religiosidad madura y una visión profunda de los valores cristianos. Porque Dorita era profundamente religiosa, pero no beata, creyente pero no supersticiosa, de una espiritualidad refinada que iba más allá de los rituales y de las formas.
Con su flamante título de maestra volvió a Bolívar donde ejerció su actividad en diversos establecimientos y niveles, y donde luego formo un hogar, del que fue buena esposa y amorosa madre de tres hijos, educados en el espíritu crítico y en la libertad de pensamiento.
Pero Dorita no fue una maestra más de las tantas que con dedicación dieron buena parte de la vida de las aulas. Dorita, al menos así lo ya recuerdo, tenía un aura especial, una sensibilidad particular, un don. Así, nos condujo a muchas generaciones de bolivarenses que cursamos los últimos años de primaria en la Escuela N 1, por caminos insospechados, por mundos de fantasía, por ámbitos de belleza, con una exquisita sensibilidad que nunca más volví a encontrar en las aulas, con la excepción de Cancio, que era su par en la secundaria, aunque más rotundo y más histriónico.
Dorita, a pesar de su nombre en diminutico, (nunca recuerdo que nadie la llamara Dora) era una mujer fuerte. Su carácter y su figura, que al niño de 11 años que éramos entonces, se nos agigantaba a llegar a 6 grado. Pero detrás de aquella cierta imponencia, se ocultaba una dulzura sin límites, una delicadeza extrema y una sensibilidad espiritual que muy pronto nos enamoraba a todos. Y así, con pasión y con dulzura, con mano fuerte y toque delicado nos conducía por La Mancha persiguiendo al Ingenioso Hidalgo y su escudero, por las tierras de Moguer donde conocimos aquel Platero "pequeño, peludo y suave" que pobló nuestra niñez y nuestra adolescencia. De su mano conocimos a Juana de Ibarbourou y "La Mancha de Humedad" de Chico Carlo y, "porque es áspera y fea/ porque todas sus ramas son grises "le tuvimos piedad a La Higuera. Para quienes, como yo, vivíamos una infancia poblada de los relatos de España, del pueblo castellano, de los refranes junto a la lumbre, Dorita fue el "hada", la mano mágica, el rayo luminoso, que le puso poesía a lo que escuchábamos de labios de nuestras madres o de nuestros abuelos. Yo tuve el privilegio de continuar con ella una amistad a través de los años, unidos por el amor a España y a las letras, y compartir su viaje a Cañizal, su encuentro con aquella España que amábamos y conocimos sin haber nacido en ella. Ya jubilada, vivió rodeada de sus libros, de sus lecturas, de sus flores, del cariño de sus hijos. Y nos dejó los recuerdos de su historia familiar en precioso relato que fue seleccionado por el Centro Castellano de Bolívar y publicado luego por la Junta de Castilla y León en España. Cuando sus fuerzas se fueron apagando, y sus mundos formaban parte a veces de un sueño, la escuche recitar por gentileza de Bonchi, uno de sus hijos. Fueron casualmente aquellas Coplas de Manrique que ella nos había leído por primera vez: "Como se pada la vida, como se viene la muerte tan callando..."
Y así, calladamente, dulcemente, como el trote de Platero llegó la muerte un día de este noviembre, cuando florecían las rosas, como las rosas del Ángelus, que ella recordaba con nostalgia en la voz de la Mere Clemont Marie de su adolescencia. Pero en nuestro recuerdo, y en nuestro corazón resuena hoy su voz, sonora y dulce leyéndonos a Juan Ramón Jiménez:
"Mira Platero, que de rosas caen por todas partes...parece que el cielo se deshace en rosas... Parece Platero, mientras suena el Ángelus, que esta vida nuestra pierde su fuerza cotidiana y que otra fuerza de adentro, más altiva, más constante y más pura, hace que todo, como en surtidores de gracia suba a las estrellas, que se encienden ya entres las rosas..."
Así debió haber sido, no lo dudo. El Cielo, hoy también se deshace en rosas para recibirte.
Descansa en paz, ¡querida Dorita!
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