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viernes, 19 de abril de 2024
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Un pueblo, una antorcha, un escarmiento

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Parafraseando a Borges, no hay nada como las elecciones pa’ mejorar a la democracia. En Borges es la muerte, el final, lo que mejora a las personas, al corregir o atenuar los banquinazos, autazos, trompos y choques de su recorrido y darles más lustre a sus medallas. En la democracia es la vida, ya que toda elección puede ser un principio, un alumbramiento. La del 11-8 quizá lo sea.

Y si no hay nada como las elecciones para mejorar este sistema imperfecto e impuro que no ha sabido/podido/querido solucionar el hambre, no hay nada como el pueblo para ponerlo a la altura de lo que promete. Unido, organizado e involucrado. Militando en cada gesto cotidiano, contagiando esfuerzo, coraje y solidaridad, para que lo que derrame sea la dignidad y no el nubarrón de un segundo semestre que es menos factible que el cielo, porque ni siquiera se ve (y menos ahora). (Un segundo semestre que habría trocado en último bimestre, según el dictamen del soberano en primera instancia.) Votando con sensibilidad y generosidad cada dos años, abandonando la mezquindad del ‘me cago en el otro’ y la comodidad de estériles preciosismos que ni sus propios cultores son capaces de reproducir. El pueblo es el único que puede hacer tronar el escarmiento, brotar la más maravillosa música y empuñar su ternura para empezar a fusilar, como diría Gelman. La foto del domingo lo demuestra, las caras de unos y otros, sin necesidad de palabras. Aún con sus bajones de rendimiento, su cansancio y sus peligrosos lapsos de desinterés, no hay mejor atleta que el pueblo para portar la antorcha de un tiempo nuevo. Una antorcha que bien podría ser la espada del augurio, en lenguaje thundercat.

Es que la democracia transforma o administra. No es per sé, como aseguraba el voluntarioso Alfonsín, un sistema que educa, alimenta y cura, también puede criar generaciones de analfabetos, matar de hambre y enfermar a millones. Puede ser el arte de multiplicar el techo y la comida, y la olla donde cocinar con el horizonte un sabroso puré para derrotistas. ¿Ya lo aprendimos? Depende de en qué manos depositemos el timón, y depende del compromiso diario de los pasajeros del barco de todes. Porque aunque el poder real (el económico, en un globo capitalista) esté en otra parte y en todas partes controlándolo todo con sus tentáculos virtuales, siempre se puede ejercer resistencia, aún (quién sabe) sin revolución. Tuvimos una muestra el domingo, una lección histórica que dejó en ridículas a todas las encuestas, y que seguramente será convalidada en octubre. El pueblo no come televisores; es hora de cambiar de canal.

Cuando la democracia transforma, no siempre triunfan los pobres, aunque a veces les arrebatan a los ricos algunas ‘batallas’ de la ‘guerra’ que éstos quizá ya tengan ganada. Pero cuando sólo administra, los vulnerables siempre pierden, empujados al dolor y la muerte en incómodas cuotas, goleados sin piedad. Lo venimos padeciendo hace casi cuatro años, sólo un ciego del corazón no estaría saturado de ejemplos.

Democracia tuerce (debería torcer, para ser) destino. Si ponemos manos a la obra, con la enjundia, la memoria y la alegría en el balde de la mezcla con que construir un horizonte para todes empezando por los de abajo, que contenga todos los colores pero uno en especial: el de la libertad. No hay meritocracia posible si no existe la igualdad de oportunidades que la democracia ningunea cuando sólo se dedica a administrar el leonino orden vigente. Abrir más universidades populares o cerrarlas para que sólo queden las elitistas, that is the question. No hay nada más egoísta, más hipócrita y miserable en términos humanos, que ser meritocrático en la Argentina de hoy. Son meritocínicos, no quieren un país mejor, sino uno cada vez más chico, para ellos y sus amigos. Lo empobrecieron, para hacerse ricos y salvar a sus choznos, todo lo que pudieron durante estos cuatro años, pero el domingo se estrellaron contra la gloriosa pared popular, que, igual que el sol, aunque no la veamos siempre está. Prometieron correr aún más rápido en la inminente siguiente carrera, pero según parece volcaron cuando iban hacia la largada.

Hoy es lindo ser argentino, otra vez. Te quiero, país tirado a la vereda, diría Cortázar, pez panza arriba…

Y finalmente, ¿si no es para los pobres, los perdedores y los olvidados, para patear tableros y torcer destinos, para qué queremos democracia, para la nimiedad de que el que podía darse dos lujos ahora pueda darse tres?

Chino Castro

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