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viernes, 19 de abril de 2024
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San Carlos de Bolívar

Un hombre ensoñado, una guitarra voladora y un tren al cielo

Luis Salinas brilló en El Mangrullo.

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El sustantivo ‘viaje’ luce trillado ya, se (mal)usa hasta para describir la preparación de cualquier modesta tarantela de manzana televisada, pero, a fuer de calzar justo, a veces es el único que corresponde: sin ir lejos, para ilustrar lo que fue el recital de Luis Salinas Cuarteto el domingo en El Mangrullo, donde el eximio violero, la institución de la guitarra según lo definió en redes la enjundiosa productora Daniela López, nos llevó a pasear por regiones de Latinoamérica y el mundo pero con el ojo largo hacia el ‘barrio’, al que siempre regresó y en especial en el generoso y celebrado segmento de los bises.

Tampoco es gratuito el sustantivo cuarteto: se había anunciado que el otrora representado por nuestro Carlitos Gasparini en lejanos años porteños de neones bajos desembarcaría (por primera vez) en pampa bolivarense en formato trío, pero a último momento se trepó a la nave el tecladista nuevejuliense Javier Lozano, un viejo colaborador suyo que, aunque no forma parte de su proyecto actual, se amalgamó con naturalidad y maestría al baterista, Alejandro Tula (una pena que en el armado de escenario quedó exactamente atrás del líder, prácticamente tapado); el guitarrista, bajista y cantante, Juan Salinas, y al propio y versátil timonel del buque, que empuñó guitarra y, en ocasiones, bajo (enrocando instrumentos con el bueno de su hijo).

La música estalló media hora después de lo anunciado. Según se explicó extraoficialmente los artistas llegaron a Bolívar una hora y pico demorados en relación a su plan, ya que en el camino se cruzaron con un accidente en plena ruta y esto retrasó la prueba de sonido y, por ende, la salida a escena. Un percance que no alcanzó a enturbiar la espera de un encuentro que nos obsequiaría ese perenne sabor de los bocaditos inolvidables. Lo sabíamos, y aconteció; a veces pasa.

Fue un concierto climático, atmosférico, donde el grupo sonó como tal, lejos de ser meramente la ajustada banda de acompañamiento del maestro Luis Salinas. Cada cual dispuso de pasajes para su lucimiento como instrumentista, siempre montando cada solo en función de la canción, a la que jamás perdieron de vista. La cara de goce de Lozano, a todo diente y eléctricos contoneos de placer de principio a fin del show, podría resumir la sensación de largo orgasmo que hilvanó a los músicos con el público, casi cien almas -ciento cuatro ponele, ja- vibrando a años luz de sus problemas y de la tempestad en la que parece arrastrarse el mundo, una gran rueda reptando en suelos arenosos con un delicioso -pero vacío y narcotizante de tan abundante- oasis para cada vez menos y para el resto, el puro desierto, por fortuna con algunos nutricios chaparrones, qué joder.

En casi una hora y cuarenta y cinco de recital, la banda desgranó un set de canciones que en verdad parecieron las partes de una sola larga ópera, finamente entretejida por la sapiencia de artistas que ya parecen moverse de memoria hacia la conquista de nuevos territorios, y que juegan a intercalar piezas con la aniñada frescura de quien enciende cada uno de sus días con el ansia de descubrir. Así es que se lanzan a improvisar, se siguen, dialogan, se desmarcan, se desafían, se contestan, se ríen, se agotan, se entrelazan y, cuando les pinta, regresan a puerto. Todo, de sentados, tomá; que corra Mick Jagger, mientras Keith lo espera con su diabólica sonrisa y el pucho siempre incandescente.

Tras poquito más de una hora de música instrumental -casi nada de jazz en la ocasión, pero con elementos de-, con perfumes de salsa, de bossa y de canción popular argenta (todo un cóctel muy latin y groovero), floreció la primera obra cantada: así, de sopetón, nada menos que la sensible tanto como irrompible Fragilidad, de Sting, con Juan Salinas entrándole en castellano. Nadie presentó un solo tema, el ‘boss’ no abrió su boca durante todo el recital salvo para nombrar, varias veces a cada uno, a sus músicos cuando metían algún solo, agradecer al público y canturrear alguna cosa, como esos viejos de antes que caminaban por la calle ‘mordisqueando’ un tanguito.

A continuación, Mi persona favorita, popular por la versión de Alejandro Sanz y Camila Cabello, otra con la voz de Juan Salinas y una onda ‘latinosa’ que envuelve, pero suavemente. Afinado Juan, correcto como cantante, y un digno hijo de Luis en su faceta de violero, con sus yeites y su impronta, pero quizá con un norte diferente que pronto saldrá a explorar y explotar. 

El cierre ocurrió con Isn’t She Lovely, de Stevland ‘Stevie’ Wonder, con Juan al frente del mic, sus cumpas en trance celeste y el público en emocionado/agradecido coro. Una maravilla.

Qué decir del virtuosismo de Salinas -o de su peculiar técnica de poderoso dedo gordo y zurda voladora- que no se haya dicho ya, y mucho mejor: sólo metaforizaré que de su guitarra brotan deliciosas centellas, y el cielo cambia de color, o adquiere uno nuevo, cuando Luis se aparta del camino para fundirse en su instrumento, crece, explota, se esparce en millones de chispas multicolores, se reúne como en una de ficción y vuelve a reducirse a la mínima expresión, casi un capullo, para reiniciar un misterioso proceso el que cada vez parece quitarse algún año. Es su gloria personal, un fenómeno que incluso lo excede, pero estamos todes invitados a subir un rato, y posta que nadie bajará igual. Salinas es un hombre ensoñado, diría su admirado Spinetta, como si tocara fuera del tiempo (no de tempo), y hay que estar abiertxs para dejarse impregnar por una fragancia de esas que, con la inteligencia de la sensibilidad, deberíamos guardar para siempre en el cofre del alma, para recurrir a ella en días difíciles.

Parecía que se marchaban, pero no, amigue, no, quédese tranqui, destápese una roja helada y seguimos, porque al toque volvieron, y cómo: con una escopeta del amor cargada de tango, para gatillarnos un enganchado de Malena, La última curda, Garúa y Milonga sentimental. De yapa, un par de páginas de folclore, y chau, que duermas bien y que sueñes con los Luisitos, es decir con Luis y sus fulgurantes amigos.    

Organizó Cable a tierra; el sonido, impecable, fue provisto por MB (Moura-Blandamuro), y la iluminación por el siempre rendidor Enrique Carlos Vázquez, del teatro El Mangrullo.

Chino Castro

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