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Sierra Chica: una batalla despiadada que dejó una huella en la historia carcelaria

La provincia de Buenos Aires sufrió el más sangriento de los motines. Fue hace 25 años y concluyó en la Semana Santa de 1996. Ocho muertos, historias escalofriantes y un juicio con la máxima seguridad.

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Por Fernando Delaiti, de la agencia DIB

“Ustedes no saben el cagadón que se están mandando”, les dijo la jueza María de las Mercedes Malere a dos presos del penal de Sierra Chica, al que había llegado para negociar la rendición. “Callate, vigilanta”, le contestaron y le apuntaron con una pistola. Ella bajó la cabeza y entró al infierno. Detrás de las rejas, en esa cárcel de la pequeña localidad de Olavarría, se vivieron ochos días de una violencia indescriptible, que dejó ocho muertos pero heridas que a 25 años aún no cierran.

La villa minera Sierra Chica, a sólo diez kilómetros de Olavarría, fue fundada en 1882 por inmigrantes italianos que llegaron para explotar los ricos yacimientos de granito descubiertos en la zona. Parte de sus casi 5.000 habitantes se mueven en torno a los tres penales que allí existen. En total son alrededor de 3 mil los detenidos, mientras que dos tercios están en la tristemente recordada Unidad N° 2, que es de máxima seguridad. Los fines de semana, fuera de época de pandemia, cientos de personas viajan para visitar a sus familiares presos y allí la “economía local” logra su mayor impulso. 

Aunque nadie podía imaginar una revuelta marcada por tanta violencia, donde la realidad superó a la más sangrienta de las ficciones que se puedan haber filmado, ya en la previa a la Semana Santa de 1996 se vivía un ambiente caldeado en varias cárceles del país. El reclamo por mejores condiciones de detención y la superpoblación (algo que hoy sigue vigente), hacían un cóctel de difícil resolución.

Pero esos pedidos tuvieron en Sierra Chica un escenario dantesco. Para algunos las historias que se conocieron fueron mitos, para la mayoría realidad (y eso quedó reflejado en el juicio posterior). Cadáveres cremados en la panadería de la cárcel, empanadas con cuerpos humanos, presos jugando al fútbol con las cabezas de otros y una jueza entre los rehenes fueron solo algunas de las escenas de aquellos ocho días en el que el país se mantuvo en vilo. Fue un intento de fuga que terminó con una rebelión de 1500 presos.

El levantamiento comenzó pasado el mediodía del 30 de marzo. Los denominados “Doce Apóstoles”, por el número de integrantes que lo generaron y por la fecha religiosa, liderados por Marcelo Brandán Juárez se enfrentaron contra otra banda que lideraba Agapito Lencina. Intentaban fugarse, pero el plan fracasó: un guardia les disparó con una ametralladora, hirió a uno de ellos y sus compañeros tuvieron que atrincherarse en un pabellón.

Tomaron como rehenes a guardias, un médico y tres pastores evangelistas. Como el director fracasó en su negociación, cerca de las 22 de esa jornada llegó al lugar la jueza de Azul. Pero no hubo diálogo y junto con otro funcionario judicial pasaron a engrosar la lista de cautivos. Mientras las cámaras de TV seguían llegando al lugar, detrás de las rejas transcurría un juego macabro, con ajustes de cuentas entre los dos bandos. Sólo aquellos que estaban en contra del motín, entre los que figuraba Carlos Eduardo Robledo Puch, el Ángel de la Muerte, se refugiaron en la capilla del penal. Muchos dedicaron horas a rezar y esperar.

Guerra declarada

El 1° de abril ya la cacería estaba desatada. Los liderados por Brandán Juárez mataron de un balazo y a puñaladas a un seguidor de Lencina, y ese fue el inicio de otros seis crímenes. Todo en pocos minutos. Fueron cayendo una a uno hasta que le tocó al propio Lencina: un tiro en la nuca y cuchillazos, por si hacía falta. 

Los cuerpos fueron llevados al pabellón de castigo. Allí los descuartizaron con un hacha. Luego trasladaron los pedazos en ollas y los incineraron en un horno de la panadería del penal. Según contaron testigos, fue aquí donde se hicieron empanadas con carne humana y se las dieron a comer a guardiacárceles y rehenes.  Pero eso no fue todo. A otro preso, José Cepeda Pérez, lo masacraron a facazos por negarse a formar parte del grupo de descuartizadores. En total: ocho muertos.

El 5 de abril, mientras el gobernador Eduardo Duhalde apostaba al desgaste de los presos para evitar entrar al lugar y que todo terminara en una masacre con los rehenes, los cabecillas subieron al techo del pabellón 11 y por primera vez hablaron con la prensa. Existe una imagen histórica de ese momento que quedó en la retina de todos. “Si la Policía intenta entrar, la primera que muere es la jueza. Queremos que aprueben el petitorio y atiendan a los heridos de bala que tenemos. No hay muertos”, gritó el cabecilla. Mentía.

Eran ocho las víctimas y entre ellos estaba Lencina. De hecho, algunos testigos dijeron después que antes de incinerar a sus “compañeros de penal”, los revoltosos jugaron “a la pelota” con la cabeza del líder del bando rival. Sin embargo, tras esa aparición en cámara empezó un principio de negociación. Pedían armas, móviles para escapar y comida. Con el correr de las horas, ya sin drogas que consumir, no pensaban en una huida, sino en ser trasladados a un penal federal, por miedo a venganzas, y que se les aplique el “2 por 1” en las causas por las que estaban detenidos.

Entre especulaciones y versiones sobre lo que pasaba adentro, se llegó al Domingo de Pascua. Ese 7 de abril, y mientras el obispo de Azul, garante del acuerdo, rezaba en la puerta del penal, empezó la rendición. Ya habían liberado a rehenes pero ahora se entregaban “los apóstoles”. Su destino: la cárcel de Caseros. Allí, volvieron a hacer de las suyas y tras un motín en mayo de 1999, se los condenó a penas de entre 7 y 10 años de prisión.

Sin embargo, tres meses después comenzó el esperado juicio por lo de Sierra Chica. Al banquillo fueron 24 imputados en total. En un proceso sin precedentes, el tribunal se instaló en el penal de Melchor Romero. Se usó por primera vez un sistema de transmisión de imágenes y audio con los acusados encerrados en tres celdas a unos 200 metros de donde los jueces tomaban las declaraciones. Todo bajo la atenta mirada de 100 guardias de seguridad.

El 10 de abril de 2000 Jorge Pedraza, Juan Murguia, Marcelo Brandán, Miguel Acevedo, Víctor Esquivel y Miguel Ángel Ruiz Dávalos fueron condenados a reclusión perpetua. Otros doce recibieron penas más bajas, que llegaron hasta los 15 años. Y seis terminaron absueltos. Una forma de intentar ponerle fin al más sangriento motín de la historia carcelaria argentina. Un fallo que dejó heridas y cicatrices en más de uno.  (DIB) FD

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