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jueves, 25 de abril de 2024
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Orgullosamente cartonera

Entrevista exclusiva con Juana Gómez, una mujer luchadora.

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‘No todo lo que brilla es oro’, y la más rockera ‘el lujo es vulgaridad’ son dos frases parientas, una cara de la moneda en cuyo reverso podemos comprobar, a cada paso si sabemos ver, que en el barro siempre laten, salpicadas, algunas refulgencias sembradas por la dignidad de personas que no están dispuestas a dejarse vencer porque no les haya tocado mejor suerte (o alguito de, ponele), sin que esto implique encarar hacia Sierra Maestra sino sencillamente rebelarse a su sino como quien trepa una montaña para ver amanecer.

Juana Gómez es una de esas personas. Una mujer luchadora que sólo reclama su lugar bajo el sol sin la pretensión de desplazar a nadie, como tantes querrán con ella, y vaya si lo han intentado, simplemente ningunéandola, cuando no abusándose. Apenas si completó primer grado porque había que trabajar en la cosecha para ayudar a ‘parar la olla’, y en adelante todo fue lucha y golpes de los que supo levantarse. Es santiagueña pero la criaron en Córdoba, y hace doce años recaló en Bolívar con su pareja y ocho hijos, tras ser dejados en la calle en Bahía Blanca, bajo la demencial intemperie de una plaza de invierno tras una breve temporada en una cosecha de cebolla que prometía algo menos astringente.

Juana es una mujer morena, delgada pero fuerte, y orgullosamente cartonera. Es, también y esencialmente, alguien que no ha perdido la sonrisa ni se ha enojado con Dios, la gente ni la vida. Y eso ya es un milagro, porque además de todos sus dramas carga uno insuperable: perdió hijos. Podría haberse incendiado de odio, podría haberse lanzado a la insensata carrera de extinguirse en otrxs, y habría que entenderla. Sin embargo, a sus cincuenta y tres años no ha perdido cierta dulzura en sus modos, una condición de su ser que parece invencible y que, a pesar del áspero tránsito por sus días, seguramente le ha servido para irse granjeando compañerxs de viaje: ‘por abajo’ hay una solidaridad que los que creen que no necesitan nada y sólo saben de la caridad, nunca entenderán.

“Estuvimos seis meses en Bahía, pero el patrón vendió las piecitas chiquitas que nos alquilaba, donde estábamos los nueve que habíamos llegado de Santiago (el hijo menor, el octavo, acababa de nacer). Cuando volví de la cesárea, el patrón nos echó a una plaza, con un frío increíble. Mi pareja me tapaba con una frazada y yo con mi chiquito recién nacido en brazos, sin conocer a nadie”, relata en entrevista con este diario.

Eran las 2 de la mañana y el frío quebraba (casi) toda esperanza al entrar en combustión con la desesperación, el miedo y el peligro real de morir, de no pasar la noche. No exagero, sólo alguien que haya estado en esa situación lo podrá entender. Pero esa inolvidable madrugada “apareció un ángel: el ‘Gordo’ Ramallo, que con su camión en ese tiempo cargaba cebolla. Mi pareja lo llamó, y Ramallo nos pidió que aguantáramos hasta las 5, con un fogata o lo que pudiéramos, porque a esa hora él iba a pasar por nosotros”. (En esas inefables, interminables tres horas, sólo un vecino se acercó y les ofreció una pieza con un colchón para pasar la noche, y seguramente les alcanzó algo para ‘calentar las tripas’.)

Y así fue que a la mañana siguiente la familia llegaba a Bolívar. Hecha trizas; sin un para qué; con un nimio por qué: escapar de un nuevo horror. Acá ocuparon, con autorización del escribano Ariel Pacho, a quien Juana fue a ver, un terreno baldío en calles Malvinas y Balbín, en el que unos pibes del barrio les levantaron un galpón, un refugio donde meterse los nueve.

Pero trabajo no había, “no teníamos nada, sólo un colchón”, y empezaron a cartonear en el basural a cielo abierto. “Tenía que hacerme de cosas para mis hijos. Cuando iba allá, dejaba a mis nenes bajo una planta, haciéndoles sombra con una frazada vieja”, recuerda. Recogía y/o reciclaba lo que podía, alguna cosa vendería y algo todavía más escalofriante: también juntaba para comer, algún pan aún no descompuesto y más o menos limpio, un resto de una lata de conserva no podrida del todo, y así.

Hasta que alguien de Acción Social municipal se presentó para ofrecerles una suerte de alternativa a una vida secuestrada por la angustia y la desolación, que no cambiaba la baraja: le dieron trabajo a su compañero como una suerte de cuidador del basural, “pero el trato era que saliéramos de donde estábamos. Ahí nomás le asignaron a él una casilla en el propio basural, para que dirigiera hacia el fondo a la gente que llevaba sus elementos a tirar”, rememora Juana, que hoy cartonea en la ciudad pero en un marco que hasta puede ser considerado armónico si se lo espeja con las peores horas de su vida.

Cuando él comenzó a trabajar, “fue otra cosa nuestra vida, porque al menos ya entraba una plata al hogar”, valora la hoy miembro del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), una corriente social con la rama Cartoneros, dentro de la que se ha organizado para pelear por sus derechos un grupo de laburantes de la calle, hombres y mujeres que se hallan fuera de la economía formal y el mercado laboral.

En ese terreno levantaron más tarde una pieza y un bañito, y por fin los pibitos pudieron abandonar el galpón, donde sin embargo tuvieron que seguir viviendo Juana y su pareja. Pero la política metió la cola, y la metió bien: fue cuando el entonces intendente, José Gabriel Erreca, de recorrida por los barrios dio con la familia santiagueña. “’Vivir así no es vida, madre’, me acuerdo que me dijo”, dice Juana con gratitud. Esa tarde hicieron un trato: “Desarmábamos el galpón y él me hacía construir una pieza más, adonde nos mudamos con mi pareja. Entonces pasamos a tener dos piezas y un baño, y eso ya fue más digno”, agradece Juana, la valiente cartonera.

Después, “la situación fue mejorando, y más porque me empezaron a conocer y a dar trabajo como cuidadora domiciliaria, ya que también me dedico a cuidar a personas mayores”, puntualiza la laburante. 

Con los años, se separó de su pareja y conoció a otro hombre, con quien hoy comparte y construye su vida, mientras sus hijxs crecían y emigraban, algunxs con un título bajo el brazo (ese orgullo le brilla en los ojos) y/o casados.

Pero cartonera siempre, “lo llevo en la sangre y es un trabajo como cualquier otro”, enfatiza, aunque sin estridencias ni fuego en los ojos, sólo luz.

A propósito de hijos: estos días está de visita una de ellas, que se radicó en Santiago del Estero. Se va a quedar tres meses con su madre y su familia; hacía seis años que no se veían. Para casi cualquiera sería un dramón, algo difícil de aguantar, pero Juana es una mujer curtida…

“Para mí no pido nada, yo siempre estoy pensando en todos”

¿Extrañás Santiago? Allá habrá quedado tu gente, tu cultura.

-Y, a veces sí… Mi papá no vive, no pude ni despedirlo, se fue durante la pandemia. Mi mamá sí, y tengo varios parientes. Hace unos tres años que no voy, y aunque acá estoy bien, a veces tengo ganas de ir a alumbrar a los hijos que perdí (perdió varios) y a papá. Llega un momento en que la sangre te llama, siempre te llama, pero gracias a Dios estoy bien. Acá hay vida, allá no. Con decirte que para criar a mis hijos nos llevaban a las cosechas, de cebolla o de algodón, a las cuatro de la mañana y volvíamos a las dos, por una miseria de plata.

Que estén organizándose dentro del Movimiento de Trabajadores Excluidos es también una buena noticia…

-Sí, con el MTE lucharemos por nuestros derechos. Por eso te digo que yo ahora estoy mejor.

¿Qué proyectás, qué querés para tu vida en los próximos años?

-Yo te digo la verdad: para mí no pido nada, yo siempre estoy pensando en todos: quiero un futuro mejor, pienso en el país, no en mí individualmente. Si te hablara sólo de mí, de mi familia, sería una mala persona, pero yo no tengo eso en el corazón, sino que pienso en los niños, en las personas mayores, en quienes están privados de la libertad, en aquellos a los que se les cierran todas las puertas. Yo no tengo estudios, no pude, y siempre donde golpeé se me cerraron las puertas. Pero no me di por vencida ni bajé la cabeza, seguí insistiendo hasta que logré rebuscármelas con el plástico y el cartón, y hoy estoy re agradecida porque tengo una remera que me representa como lo que soy (la del MTE), una mujer laburante. Eso me da orgullo, estamos orgullosos con todos mis compañeros, porque pensábamos que siempre íbamos a estar bajo un cielo abierto, sin acceder jamás a un reconocimiento de nada. Yo con mi remera salgo a recolectar a la calle con la frente bien alta, con el orgullo de quien porta un título grandísimo.

“Nunca me enojé, no sé cómo es enojarme”

¿Nunca te enojaste? Digo con la vida, la gente, con Dios, la política, con quienes gobiernan.

-Enojarme, nunca me enojé. No sé cómo es enojarme… y se me cerraban todas las puertas por no tener estudio, o por tener hijos (destaca que hace poco, el funcionario Diego Junco le consiguió a uno de sus vástagos trabajo en la municipalidad, lo que le habilitará una obra social y otros derechos primordiales en los que “podrá respaldarse sin estar dependiendo de mí”).

Juana cree en Dios, y esa convicción fue su mástil aún en tempestades que demolerían a cualquiera. “Cuando perdí a mis hijos, él me sostuvo, o no estaría aquí. Él, y los pequeños que ya tenía. Por ellos seguí. Había que continuar, ¿qué ganaba si bajaba la cabeza?”, afirma finalmente, con la sabiduría de quien se asomó al abismo y no cayó, en parte porque decidió, con el cuerpo quizá más que con la mente, que algo de razón tienen el cineasta Roberto Benini y tantas cursis canciones cuando enfatizan que la vida es bella, y decidió intentarlo una vez más, y después otra, y otra, esta mujer que no es de cartón sino de granito, que no evangeliza con verdades aunque sabe casi todo sobre el pulso de la calle, donde nace todo lo verdadero, sino que es, en sí misma e inclusive a pesar suyo, una gran verdad.

Chino Castro

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