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jueves, 25 de abril de 2024
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Me quedé con la tarjeta

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Escribe: Justiniano Fuente.

 

La verdad es que estoy bastante desilusionado y hasta le diré que he sido engañado. ¿Cómo quiere que me sienta? Le cuento: el jueves la vi pasar corriendo a esta chica María, esa que canta tan lindo y que comparte apellido con el presidente de la Rural. La vi tan apurada que le pregunté hacia dónde iba. Como para sacarme de encima, me gritó medio de lejos: “disculpe pero estoy coordinando la llegada de Luis Miguel”. Y se fue, rápidamente hasta perderse en la Secretaría. Yo me di cuenta enseguida, porque tonto no soy, que a esta señora, tan bien perfumada y siempre prolijita, le causaba un poco de molestia acercarse a mí, que hace desde el miércoles pasado que estoy adentro de la exposición y, usted sabe muy bien, aquí hay muy buenas instalaciones sanitarias, bañaderos para toros y esas cosas; pero faltan duchas.

Pero me dio un alegrón la noticia. ¡Luis Miguel!, me dije. Ojalá que cante unos cuantos boleros, esos de antes como a él le gusta. Ese del reloj, por ejemplo. Le juro que sentí por dentro unos escalofríos y no pude sacar ya mi cabeza de algunos lugares comunes. Me imaginé bailando con María Angélica, mejilla con mejilla y así, como al pasar, se me cruzó la figura siempre esbelta de Clemencia Palavecino, aquella amistad que supe cosechar en años mozos, cuando nos refugiábamos a recoger el beso que nace en la penumbra, como dice el Flaco Dolina.

Y ya me puse a elaborar la lista soñada de esos boleros, porque de una cosa estaba seguro: yo me le pongo en primera fila y le empiezo a pedir. “Hasta que vuelvas”, “Perfidia”, “Toda una vida”, “Contigo aprendí”, “Somos novios”. ¡Mamita la que se va armar!, me dije.

Soñé toda la noche con la llegada de Luis Miguel, me empapé en sudor y en otros líquidos de tanto imaginarme cosas. De las maravillas que surgirían a partir de su actuación.

Pero finalmente todo fue un chasco. Ya a la mañana, bien temprano, empecé a darme cuenta que algo venía mal. Vi a gente acarreando sillas y supe, enseguida, que era precisamente para recibir a Luis Miguel. “¿Para qué hora está previsto”?, pregunté. “Para las 11, don Justo”, me dijo Analisa Leonetti, quien me conoce mucho y me aguanta bastante porque sabe que soy amigo de Luis, su padre. “¿Para las 11 de la noche? ¿No es un poco tarde?”, me animé a repreguntar. “No don Justo, para las 11 de la mañana. Ahora nomás, en un rato”.

¿A quién se le ocurre hacer actuar a Luis Miguel a la mañana?, pensé. ¿Y cómo un artista de su talla va a aceptar cantar en un horario tan inapropiado? En eso la veo a Dilma Pato, esa maestra que yo conocí cuando era una piba (todavía lo es, por cierto). La conocí porque una de mis nietas fue alumna suya, creo que de quinto grado. Mi nieta es la Elmira, hija de la Marta, mi hija menor. La Elmira lleva el apellido mío porque nunca se supo quien fue el padre y en esas épocas, como para no andar buscando mucho, decidimos de esa manera.

Todavía se acuerda la Elmira un versito que ella dice que le enseñó la señorita Dilma. “Una sola lágrima derramó Ruperta/ sobre el cuerpo inerte de su madre muerta/ una sola lágrima la pobre Ruperta/porque todos saben que ella era tuerta”. Yo no creo que se lo haya enseñado Dilma, pero ella insiste que sí.

Bueno, pero como siempre me voy de tema. Lo cierto es que a ella le pregunté si era cierto que venía Luis Miguel. “Y, sí, ahí lo tiene”,  me dijo.

Cuando lo vi al muchacho me quise morir. ¡Totalmente cambiado! Canoso, flacón, bastante pintón igual; pero nada que ver con un long play que tengo de él en el que aparece con otro rostro. Más rubión, sin una arruga, una pinturita.

Igual lo encaré, como para pedirle un autógrafo. Al fin de cuentas era Luis Miguel, qué joder. El tipo se sorprendió, porque parece que hacía rato que nadie le pedía un autógrafo. Un gordo grandote, con cara de guardaespaldas medio me encaró como para sacarme de encima; pero Luis Miguel lo paró. “Déjelo al hombre, yo le firmo”, dijo enérgico y me dio su tarjeta inicialada.

Cuando todos se fueron para el lado de El Fogón me puse a leer: Luis Miguel Etchevehere, ministro de Agroindustria de la Nación, decía, con un teléfono y unas letras raras abajo. Me la guardé, por las dudas; pero nadie me saca la tristeza.

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