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Fusionar fondo y forma, la nueva obsesión de Gustavo Alaimo

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Gustavo Alaimo no está hecho para el Facebook, que es decir que no calza cómodo en esta época en la que cada quien respira en la virtualidad de su relato.

Es un hombre que parece provenir de algún pasado, o que ya plantó pies en los arenales del futuro, que quién sabe será más introspectivo cuando el ‘homo videns’ estalle en su propio flash. En su red social -Orwell tenía razón, el Gran Hermano nos ganó y todes estamos en el face, hasta los que se jactan de no estar- no encontrarás fotos suyas contándole al mundo su epopeya de cocinar un churrasco con rúcula y pertinaz garúa de parmesano, ni brindando pa’ tapar penas. (Si en la canción de Peteco Carabajal ‘lo cotidiano se vuelve mágico’, en el Facebook se torna soso.) Incluso muy pocas de sus obras, y eso que, en estos años en los que la decoración golea al contenido, estamos hasta la glotis de aprestos que nunca serán canción, pincelazos que jamás serán cuadro y esforzados mohines que tienen tanto de teatro o cine como la señal TN, que si mal no recuerdo iba a desaparecer, de horno para calentar los mares de la filosofía política. Retazos con ínfulas de pullover, mucho gregré que jamás se recibe de Gregorio al que no le queda ni el amargo beso del olvido.

Encima Alaimo tiene la costumbre de terminar sus obras, y para ello se toma tiempo ya que no es un fabricante de galletitas ni de mentiras, sino un artista. Esas obras que pocos conocen, y que reposan en su casa en Boer 242. Esas obras de las que, puntualmente en los mejores casos, no se desprenderá jamás, ya que sólo comercializa algunas cosas, quizá las que menos le interesan en términos artísticos. Esa casa donde te recibe una gran mujer, cubierta de las inclemencias climáticas por una lona. Sólo se le ven los pies, pero se insinúa algo hermoso abajo del grueso velo, imponente, como una Alina Moine en arcilla y cemento. Es una mujer en tamaño más que natural, altísima, armónica y compacta, que porta un ánfora de agua y transmite una asombrosa plasticidad para una estructura de 180 kilos. Es su gestación más ambiciosa (significativa, dice él), como sabrán los lectores de este diario, que siguió un proceso de elaboración que le insumió dos años -uno para el modelado-. Hoy sueña con otorgarle el sitial de diosa de un jardín que aún patea en su mente y algún día florecerá en su patio.

A partir de una estructura de hierro y tomando como referencia las medidas de los huesos humanos, el artista fue moldeando los músculos, la expresión y las tensiones de la figura, “estudiando anatomía y matemáticas”. Hasta convocó a un médico para que le indicara si los músculos estaban bien trabajados, y recién entonces aplicó el cemento final, como contó en su visita al programa radial Fuga de Tortugas, invitado para una charla de café en la que comenzó por subrayar que más de veinte años después de haberse iniciado como escultor, pintor y dibujante profesional, su entusiasmo ya no es el mismo, “es mayor”.

UN HOMENAJE A SUS QUERIDOS

Durante este encuentro de hace tres sábados a la mañana, el también retratista reveló que ya planea “otra escultura, con más interés quizá que cuando hice la mujer con la fuente de agua”. Tras la necesaria pausa para reajustar el reloj interno que sigue a la culminación de toda faena grande, que esta vez fue de cuatro meses, Alaimo ha vuelto al ruedo con una nueva obsesión: una pieza en la que se fundirán el fondo y la figura, y viceversa, “la carne se fundirá en la piedra, y la piedra se volverá carne”, en la descripción del propio hacedor, que ya tiene el boceto. Será un trabajo cruzado por una carga emotiva especial, referida a “las pérdidas y los vacíos de la vida”, y una suerte de homenaje a su madre, que se fue estos días.

EL TIEMPO ES VELOZ, LA OBRA ESENCIAL

Para un artista obsesionado (si no lo está, acaso no se trate de un artista), las horas de trabajo suelen carecer de orillas. Se parecen al mar, más que a una montaña. Se encadenan y hasta pueden confabularse sin un orden aparente, arbitrarias, ajenas a la pauta de labor que se fije el propio realizador, que ni siquiera sabemos si es el protagonista de la historia o un simple vector de fuerzas que se hallan en el aire. (El lenguaje del cielo, graficaría Spinetta.) Cuando una idea ‘cae’, es una gota de oro en el desierto de la inspiración en el que lidia todo artista. Y  hay que atraparla, porque se seca pronto. Ese destello puede acometer en cualquier momento del día. Alaimo se pasó muchas madrugadas en su taller al fondo de su casa, cocinando a su mujer. Se despertaba sobresaltado y tenía que levantarse. En vano hubiese sido quedarse en la cama, ya que no hubiera vuelto a conciliar el sueño. Tan inútil como arriesgarse a abandonar la tarea cuando una idea aún no fue plasmada, lo que implicó saltearse comidas y reuniones. Su núcleo íntimo, conformado por su mujer y sus hijos, fue vital en esos dos años de labor, igual que siempre que encara una obra grande, de esas que a él lo movilizan. “Ellos entendieron que es mi pasión y lo que soy, y me dieron mi lugar”, valora el azuleño ‘nacionalizado’ bolivarense.

EL TRUENO ENTRE LAS HOJAS

Su más grande escultura será presentada en sociedad próximamente, en el marco de una muestra conjunta que Alaimo proyecta con un colega pintor azuleño con quien hace veintiún años expuso en sociedad, en lo que fue el debut público para ambos. (Por eso permanece en la vereda de su casa, ya que para retirarla del interior habría que voltear alguna ventana y pared.)

Después, su intención es que sea la diosa de su jardín, un sueño para el que falta. Por eso no va a desprenderse de su mujer ni aunque le pongan un Lamborghini Diablo en la puerta de su casa. Además, porque le cuesta despedirse de sus creaciones, muchas de las cuales encuentran cobijo definitivo en un salón de su propio hogar. “El que te compra una obra también se lleva una parte tuya: de tus sentimientos, de los momentos que viviste al hacerla, por eso no es fácil desprenderse y algunas veces he dicho que no”, aseveró. (No son canciones, pájaros que vuelan hacia la gente porque la libertad es su bahía final, son esculturas.) Sin embargo, también elabora piezas para vender -suele hacerlo por encargo-, que de algo hay que vivir ya que no se puede comer al amor, como alertó Calamaro.

En Bellas Artes de Azul fue donde se graduó de profesor nacional de Escultura, en los años noventa. Desde entonces, no ha parado. “Tuve una base sólida en dibujo, lo que me facilita el camino en las demás áreas, ya sea en pintura o en escultura”, destacó el hombre que también da clases en escuelas primarias, secundarias y terciarias y para diversos espacios municipales, y que continúa estudiando a sus admirados maestros escultores del Renacimiento y del Barroco, como Miguel Ángel y Bernini.

Es Gustavo Alaimo, un artista que sabe mucho y ‘cacarea’ poco. Su obra habla por él, lo que hace siempre es más importante. Esa obra que, por su calidad estética, merece ser apreciada por todes.

Chino Castro

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