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viernes, 29 de marzo de 2024
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Diana, la cazadora

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Un día la encontré a orillas de “La Barrosa”, entretenida en juguetear corriendo a los pájaros. Estaba llena de vida y de juventud. Su cuerpo largo, su andar ligero y una alegría que brillaba al sol de la mañana en sus ojos mansos.

Había llegado con el mensual que recién se había hecho cargo del puesto.

No era el único habitante de ese rancho que estaba recostado hacia el ponente, escondido entre ramas de enredaderas, ligustros y retamas.

Pero Diana era la preferida. Acaso por mimosa o por esa distinción que mostraba a pesar de sus rasgos en nada bellos y sobresalientes.

A esta altura de la conversación digamos que Diana era una perra de la familia de los galgos, de una delgadez extrema y con mucha afición por la caza.

Fueron históricas sus correrías por el campo tras las liebres que poblaban la cañada y las nutrias que pastaban en las costas al arrullo suave de los juntos y las totoras.

Siempre altiva, sin desmayos, iba y venía mezclándose con las aves y los animales mayores, pero sin molestar.

Por las noches armaba su cucha al amparo de una pared de barro y allí estaba en actitud vigilante.

Tan conocedora era de los ruidos propios de la noche, que sólo se inmutaba cuando ellos proponían un alerta. El pasar de algún jinete por el camino cercano. El estacionar de un automotor frente a la tranquera grande.

Creció rodeada del cariño de todos. Su presencia llenaba un       espacio en la casa y su amistad, tan fiel y sincera, era retribuida generosamente.

Al cabo de unos años su dueño, cuando las inundaciones cubrieron los pastos y las lagunas viejas se hicieron una sola con las lagunas nuevas, debió buscar otros horizontes. Diana se fue con él.

Pero hubo un tiempo feliz para el regreso. Diana había envejecido.

Era una sola sombra larga que vagaba casi sin sentido por los alrededores. Igualmente buena, de una ingenuidad de chiquilina, que nos volvía en el recuerdo a sus gratos tiempos de caza y diversiones.

Enfermó y don Emilio, el tambero, que le había brindado el amor que sólo se les da a los hijos de la sangre, le armó un cálido lugar de reposo dentro del galpón.

Le prestó una de sus cobijas, pensando que así la defendía del frío que había invadido su cuerpo. Pero Diana seguía mal.

La tomó en sus brazos y la llevó a la ciudad. La veterinaria, delicadeza de mujer en sus manos, le brindó la asistencia y un diagnóstico certero. Su muerte estaba cercana.

Diana siguió mal. Sus ojos lastimaban al verla porque querían expresar el adiós a sus amigos. Acaso pedía perdón por esas travesuras de horas pasadas e imploraba la paz. Una dulce paz perruna para su cansancio de vivir tantos años.

Don Emilio sentía que su corazón era una fragua prendida que resoplaba al batir del aire. Hincado al lado de su perra, con sus manos extendidas para acariciarla como a un bebé afiebrado, comenzó a rezar. El siempre creyó que hay un cielo que cobija el alma de los perros buenos. Rezó hasta que se hizo la noche y Diana abandonó este mundo perdida en sus sombras.

Las estrellas miraban hacia abajo y don Emilio buscó su campera nueva. Esa que aún no había vestido y que esperaba estrenar para la Exposición Rural. Con ella la envolvió, mortaja de amor, y después le dio tierra, allí donde descansan otros queridos amigos de la chacra. Florcita, la petisa que acompañó los juegos de los niños, Paula, Trompita, Bolilla.

A la sombra de un cedro azul que abre sus alas verdes y cantarinas está Diana. Desde “La Barrosa” le llegan los silbidos de los patos silvestres llamándola. Pero ella ahoga los ladridos en silencio… y se aferra a la tierra que la guarda celosamente.

Gentileza M.M.

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