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jueves, 28 de marzo de 2024
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Dealer de emociones, no me llores sobre el asado

Un vistazo a las coberturas televisivas de los partidos de la Selección.

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Okey, estamos en un mundo que ya decidió que no necesita periodismo, pero igual tengo algo para decir:

El problema no es que el motivador serial Pablo Giralt se largue a llorar como un chico, pierda las últimas gotas de su homeopática inspiración justo cuando más las requeriría y se le complique seguir relatando un partido de la Selección, sino que en su rol de jugador que narra, una suerte -o desgracia- de futbolista 27 a las órdenes de Lionel Scaloni, le quita al periodismo unos metros más del poco margen que le ha ido quedando, en un tiempo sin grises en el que se compite por ser el mejor chupamedias del equipo (siempre que vaya ganando, desde ya) o el campeón del odio pautado (cuando se pierde, es un deporte que a casi todo mediático le resulta cómodo; ahora nos parece lejano porque la scaloneta llegó a la gloria, pero van a volver a la carga). Binarismo al palo. Quien no adhiera a ninguno de los dos polos pasará desapercibido, un pecado imperdonable en el reinado del narcicismo y hasta el onanismo mediado por las redes sociales.

Ahí lo vemos debatirse a nuestro Miguel Osovi, uno de los últimos baluartes del periodismo en pleno vórtice de la comunicación de masas, un estudioso que ubica al hecho periodístico siempre por delante suyo, como (aún) debe ser. A su alrededor, todes se inmolan por arrojar el mejor centro al gran capitán y sus muchachos y por contar sus vivencias creyendo que son interesantes porque les ocurren a ellos, al modo de aquel amigo de Maradona que estaba con el Diego justo cuando comía sano, tomaba agua y se retiraba a dormir temprano (imperdible sketch de Capusotto-Saborido). Así, en toditos los canales de deportes, que son como un pulpo que se está deglutiendo a la tv. En contraposición a nuestro Miguel, el otro Miguel: sí, el querible ‘Tití’ Fernández, que ha de ser un buen tipo pero como periodista no cesa de degradarse, y siempre es capaz de retroceder unos scalones más. Una pena, después de tantos años con el maestro Víctor Hugo.

Todo, en un tono altisonante; hace añares que, en materia de transmisiones deportivas y en particular de fútbol, se hace radio por tv.

Nada de esto es nuevo, pero se acentuó en las coberturas de este Mundial de Fútbol, inyectadas por un andar de la nuestra Selección no sólo impensado un año atrás, sino perfecto, si es que existe esa categoría en un deporte que tiene en la injusticia poética una de sus condiciones más sustanciosas.

El problema es que han instaurado un modelo de abordaje periodístico de los partidos de la Selección que no deja orilla al espíritu crítico, tan fundamental en el periodismo que es el que hace que el oficio sea tal y no publicidad, más o menos encubierta. En adelante, nadie podrá menos que estallar en llanto ante el primer córner del partido inaugural. ¿Qué quedaría por hacer? Lanzarse de la cabina, quizá, e ir relatándolo. O se podría probar un dúplex: ¡¡¡Aguante corazón aguante, hasta que Pablito rrrreviennnnte!!!, se desgarraría con la nuez en la mano ‘Rodo’ De Paoli, mientras su colega rodara gradas abajo. Irse, como el ocurrente de Araujo cuando lo dejó solo a Macaya tras el gol celestial del xeneize ‘Gardelito’ Medero ante la pétrea defensa de Platense. Ya ni siquiera se les realizan preguntas a los protagonistas. Y cuando algún descolgado osa formular alguna, se molestan. Claro, están desacostumbrados. Otra idea elemental que reditúa es intentar hacerlos llorar. En la nueva carrera de Periodismo Deportivo se incluirá una cátedra al respecto. Estará a cargo de la entrañable Sofi Martínez.

El sueño húmedo de los comunicadores del día es hacerse amigos de los futbolistas de elite, y para cumplirlo no vacilan en calzarse el traje de matarifes del periodismo. Por este tobogán, lo que ocurrirá es que esa dinámica de trabajo, esa lógica de vinculación entre los protagonistas y quienes registran su faena ‘bajará’ hacia el interior, y entonces no debería sorprendernos que un defensor de un equipo lugareño tomara del cuello a un metedor cronista que quizá viva a la vuelta de su casa por decir que salió tarde a cortar un centro. O lo crucificará por redes, a la nueva usanza. Incluso nos parecerá razonable, un sí, pero… cómo va a afirmar algo así si la última vez que se puso los cortos fue para pasear al perro, que encima se le escapó.

Ya que andamos por el ‘barrio’: algo similar sucede en el campo de lo artístico, y también embarga al público: lo que vamos a ver -o a abordar periodísticamente- sólo puede resultarnos genial o una bazofia. Curioso, porque casi todo late entre esos dos polos. Una vez opiné que un recital había sido correcto y los protagonistas se ofendieron. Con este alud de conciertos geniales, un día se va a reunir Pink Floyd en Bolívar y nos va a parecer… genial. No es que sólo se puede elogiar, sino que a esta altura parece ser lo único que cabe, con el “periodismo” sui géneris de redes goleando al tradicional. Pero bien que cuando ensalza, el comentador no es un Stevie Vai frustrado que no sabe nada, aunque acaso sea el mismo gil a rombos que un día se atrevió a criticar alguito. Porque no jodamos: el periodista no está para colaborar, no es parte de la organización de nada.

Queda poco margen, cada vez menos, y Pablo Giralt ayuda poco, como si proviniera de otra profesión, como si no hubiera escuchado jamás a Víctor Hugo, un narrador que se emociona pero no pierde de vista su función/profesión, si no se fue de eje ni con el segundo de Diego a los ingleses. Euforizar y relatar no son incompatibles, y no hace falta ser un prodigio como VHM, sino simplemente un trabajador de medios. Pero si el relator sólo puede una cosa por vez, como si se le complicaran unos espaguetis a la boloñesa porque implican dos ollas en marcha, más vale que relate, y nadie solicita que, cual gélidos mauricios de la transmisión deportiva, se transfiguren en el enjuto Mauro Viale. ‘Rodo’ de Paoli incluso va más lejos, y en plena combustión emotiva no tiene prurito en confesar que se queda sin palabras y no sabe cómo seguir. Imaginate un cirujano, bisturí en mano, todo traspirado y temblando, que espetera un “no sé dónde cortar, o hasta dónde hundir”. Yo con De Paoli no me opero ni un juanete, mejor dame a mi amigo Josema Maluéndez.

Está tan claro que voy a insistir: no se trata de que los muchachos en las cabinas se metamorfoseen en el olvidado Dante Panzeri y se la jueguen denunciando que bajo la radiante multitud hay otra multitud, pero de laburantes masacrados que ya nadie reclamará, sino simplemente que no dejen de hacer aquello para lo que subieron allí. ¡Sí se puede, sí se puede! Hasta toman de salame al televidente, ya que nadie necesita un dealer de emociones, no me jodas, que sé cómo emocionarme sin que te me largues a llorar encima del asado.

Cuando se trata de ex futbolistas que estuvieron en ese celeste lugar, uno puede disculpar ciertos desbordes, aunque a veces resulte insoportable ese cinismo torpe y pretendidamente cool de Ruggeri y el voluntarismo del sonrisal ‘Goyco’, a quien alguna vez deberían designar Papa y todos contentes (para no dejar de entrenar, oficiaría la misa corriendo por el atrio y levantando mancuernas mientras los feligreses se arrodillaran a orar).

Así como, según advertía Charly García (antes del advenimiento del trap), el cantante de una constelación de nuevas bandas parecía imitar el canto de la masa en un abrazo fraterno-barrial de dudoso alcance artístico, los relatores de hoy son un futbolista de corbata que se sube a la tribuna como un hincha más pero de grito amplificado. Lo de este Mundial ya fue una exageración de la que será difícil regresar hacia un molde tan sano como aún posible, y desde ya que plausible: el de un periodismo que no se/nos prive de la emoción, pero sin sacrificar esa distancia con los protagonistas que es la harina con la que se amasa el oficio, y que tranquilamente puede y hasta debe según el caso contener en su mezcla la empatía, la calidez y la fraternidad.

Chino Castro

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