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martes, 23 de abril de 2024
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Bolívar liberó los accesos a la ciudad tras 10 meses de controles por la pandemia del Covid-19

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Todo era normalidad, esa bendita normalidad a la que ahora queremos volver y no sabíamos que la teníamos allá por marzo de 2020. Fue pasada la primera quincena del tercer mes del año que se fue, quizás el más odiado de los últimos, aún por sobre aquel fatídico 2001, que la pandemia del coronavirus (Covid-19), que comenzó en China y se diseminó al mundo, hizo que los gobiernos comenzaran a tomar medidas preventivas para que el virus no llegara, cuando todos sabíamos, y todos lo decían, que de alguna u otra manera, el virus igual iba a llegar. Incluso estaban los más arriesgados que aseguraban “y todos lo vamos a tener”. Pues bien, muchos de los que lo tuvieron lamentablemente no viven para contarlo; aunque afortunadamente otros muchos (que son más, muchos más que los primeros), sí.

 

Si parece que fue ayer que el intendente Marcos Pisano, todavía sin tapaboca, junto a la comisario Liliana Pelle, por entonces a cargo de la policía local, convocó a conferencia de prensa en la sede del CRUB para dar a conocer las primeras medidas, en principio por unos pocos días, entre las cuales estaban que las clases no se iban a iniciar hasta fines de marzo, quizás. Pues bien, las clases presenciales no empezaron nunca, por ejemplo.

 

A la par que los sanitaristas en Europa sobre todo recibían miles de aplausos cuando caía la tarde desde los balcones de los distintos puntos del Viejo Continente, en Bolívar se comenzaban a tomar las primeras medidas de protección, como los controles de los accesos, para saber si el que venía era de Bolívar, de dónde venía y demás, todo muy light, porque en el país había un caso y en el mundo se registraban pocos muertos, algunos recién en el norte de Italia, en Lombardía.

 

Pero a medida que el tiempo avanzó y el presidente Alberto Fernández fue extendiendo el ASPO (Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio), en Bolívar tomábamos medidas preventivas más rápido que lo que lo hacían ciudades vecinas, incluso más grandes. Así fue que aparecieron las primeras garitas improvisadas en los accesos, que no eran más que casillas rodantes que algún productor agropecuario puso a disposición del municipio para guarecer en el ingreso del otoño a sus agentes, destacados ya las 24 horas.

 

Primero se puso un control en la avenida Calfucurá, frente al Hospital, en el acceso sur de la ciudad. Cuando se dieron cuenta que quien vivía del otro lado de la 226 y venía de afuera de la ciudad podía ingresar sin control, pusieron otro en el acceso al Barrio Banco Provincia. Después vino el control de cargar en el acceso oeste Cacique Coliqueo, hacia donde se derivó el tránsito pesado. Eran los ingresos por los indios, por Calfucurá o por Coliqueo, mientras que algunos vecinos del Barrio La Portada y la zona rural aledaña se quejaban porque el principal acceso norte de la ciudad, la Avenida Mariano Unzué, no tenía controles, todo se había solucionado con unos taludes de tierra que impedían el paso.

 

Eran las primeras medidas, parecían en principio que no serían muy duraderas; pero el gobierno nacional iba de 15 días en 15 días, extendiendo y extendiendo, y en Bolívar, aún sin casos, nos guardábamos a las 16 horas, había restricciones para muchas actividades, etc. Y los controles se siguieron mejorando, se instalaron unos llamativos dispositivos que arrojaban agua clorada sobre los vehículos, previo a que al que ingresara le tomaran la temperatura y le hicieran algunas preguntas.

 

En ese diario ir y venir de los que viven de atrás de la ruta 226 y que se quejaban porque “parece que los que viven en la planta urbana no tienen fiebre porque nunca se las toman”, ya cansados allá por abril/mayo de las medidas, Mauricio “Checho” Figueroa comenzaba a destacarse en ese ingreso a la ciudad por su simpatía y buena onda a la hora de acercarse a los autos. Muy respetuoso, ya sin el “qué hacés fierita” que se le escucha en otros ámbitos, todos destacaban su cordialidad apostado en el acceso sur.

 

Allá por mayo/junio comenzaron los primeros enojos por el tema del agua clorada en los autos. “Que me lo van a picar, paso cuatro o cinco veces por día”, etc. Desde estas páginas aportábamos una idea para tratar de solucionar ese tema: que se abriera el terraplén colocado debajo del puente de la avenida 25 de Mayo, único punto por el que la ciudad se une sin tocar la ruta 226. Enviaron a algunos funcionarios a ver si era factible, entendieron que no y los del sur siguieron con las protestas. Ya para ese entonces eran largas las colas que se formaban sobre la ruta 226, con el peligro que ello conlleva, para intentar ingresar a la ciudad desde ese sector.

 

No es cuestión de contar una historia cronológica de cómo fueron sucediendo los hechos, apelo a la memoria, que es una de las partes del cuerpo que aún me responde más o menos bien, para recordar que ante la disyuntiva del “me lavan el auto”, a algunos se les ocurrió inventar una oblea identificatoria de quienes vivían detrás de la ruta, al mismo tiempo que la calle Magallanes, hasta entonces desconocida hasta por los más avezados remiseros, se hacía famosa porque por allí se desviaba a los que venían del sur y eran residentes; aunque en determinados horarios y no los fines de semana.

 

Al poco tiempo, siguiendo con el ASPO a raja tabla tal las decisiones del gobierno nacional y provincial (ya por agosto comenzaban los chisporroteos con Rodríguez Larreta, de CABA), se instalaron en los accesos una simpáticas garitas color taxi porteño, es decir, amarillas y negras. Para las frías noches de invierno había un caloventor y una luz interior. La gente seguía destacando la labor de los hombres de tránsito, aún por sobre los sanitarios, que todavía no habían tenido ni el primer caso en la ciudad tras 100 días de pandemia.

 

Pasaba el tiempo y la oposición política al gobierno municipal comenzó a pedir algunas aperturas. No se pidió en principio la liberación de los accesos; pero era algo que se veía venir a medida que solicitaban la vuelta a las caminatas, a los trotes, a las bicicletas, al parque, a los deportes de conjunto con protocolo, etc. El intendente Pisano aguantaba, y parecía tener ante cada pedido de apertura una respuesta con alguna novedad anti covid, como la máquina para desinfectar con ozono las habitaciones o ambulancias, y más adelante la sala Covid montada en el CRIB, destinada a pacientes contagiados que todavía no teníamos.

 

Cuando apareció el primer caso se comenzaron a endurecer los controles, sobre todo haciendo foco en las declaraciones juradas; varias de ellas fueron revisadas y se observaron anomalías; aunque nunca se comunicó si fueron multados o no. Ante los primeros casos se suprimieron algunas actividades de las pocas que se habían abierto; aunque en los accesos la cosa se endurecía. Ya los transportistas que antes podían ingresar a la ciudad con un escolta de Guardia Urbana, ahora debían descargar en el Parque Industrial y el comerciante local ir hasta allí a buscar la mercadería, algo que también trajo polémica, enojos, contratiempos, etc.

 

Y así fuimos llegando sin querer queriendo, como diría el Chavo, hacia fin de año, con la explosión de casos, paradójicamente con más pedidos de aperturas. Obviamente que Pisano, que desde el primer momento se mostró inflexible con los que querían libertades que según el intendente iban contra la  salud de la población, dejó todo como estaba; aunque poco a poco se fueron aflojando los controles, un poco por el cansancio de todos y otro poco porque los que siempre estuvieron en contra de las medidas aprovecharon para tener mayores libertades.

 

Así llegamos a las Fiestas, con días complicados en cuanto a la cantidad de casos diarios, e incluso a la aparición de los primeros fallecidos. Como se sabía que muchos bolivarenses iban a venir a pasar Navidad y Año Nuevo con sus seres queridos después de 9 meses en muchos casos de no verse nada más que a través de un dispositivo electrónico, se instauró en los controles la colocación de los círculos de colores: rojo, verde, amarillo y azul. Duró poco, porque ya se veía sobre los últimos meses del año que la relajación era casi total, y que mientras había controles en los accesos, a pocas cuadras se celebraban fiestas que por entonces estaban prohibidas, y por hoy también.

 

Se veía venir que los controles en breve se iban a levantar, al menos los que tienen que ver con el control del Covid-19, la toma de temperatura, que era lo único que había quedado, más alguna declaración jurada a aquel que ingresaba de afuera, salvo que trajera el PCR negativo. La pregunta es si hay que levantar todos los taludes de tierra que hay en los distintos accesos a la ciudad, incluso los de las calles de tierra. Y no es ya pensando en el Covid, sino en la seguridad de la ciudad, que sigue esperando una colectora en la ruta nacional 226 que todavía parece lejana (gestionada por José Gabriel Erreca entre 2009 y 2011).

 

Bolívar es una ciudad insegura, con su cercanía a las rutas y sus múltiples ingresos y por consiguiente egresos. Lo hemos planteado más de una vez en estas páginas, es un tema cultural, la gente se acostumbra a pasar toda la vida por Las Heras hacia la zona sur de la ciudad y le cuesta desviar a Calfucurá, y como ese ejemplo, hay montones. Es hora de ir pensando en una ciudad más segura, que o estemos a merced de unos vivos que en pocos minutos con un auto más o menos ligero estén en media hora en Olavarría después de cometer un atraco en la ciudad. Pero como sucede siempre, hasta que a María no se le ahoga el niño, el pozo sigue ahí, abierto.

 

Ya no hay más controles para prevenir el ingreso del Covid. Ya no hay más controles para prevenir el ingreso de nada, y ese es el punto. Las garitas de los accesos, mejoradas, deberían quedar fijas, para que las utilice Policía o Guardia Urbana, da lo mismo; pero que alguien esté presente. En su momento le reclamamos a Juan Carlos Simón por qué tiraba los históricos quioscos exagonales que había en distintos puntos de la ciudad y que le habían servido de sustento a varios discapacitados. Le reclamábamos ya en los ´90 que los convirtiera en garitas como la que había en la vereda de la Comisaría, que tampoco está más, para que desde allí un agente pudiera vigilar los movimientos de esa zona de la ciudad. Y hoy pedimos lo mismo, que las garitas, estas posiblemente no, pero sí otras, se queden, para que alguien custodie, para que no sea tan fácil en Bolívar llevarse un pesado cartel de frente al tanque del agua corriente y nadie haya visto nada. Esperemos que alguien lea y acepte algunas de estas ideas para implementarlas.

Angel Pesce

 

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