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lunes, 13 de mayo de 2024
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Arquitecto corazón

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Provocador de originales recursos. Polemista incansable de afilada espada que destila humanidad. Soñador y descolocado en un mundo de ‘colocados’ que apenas aspiran a adaptarse. Un profesional sensible y creativo aferrado al manual de descubrir. Un aristócrata con la gamuza de sus zapatos salpicada por el barro de algún barrio. Un hombre sin molde, dueño de una frescura y simpatía que el paso de los años, y ya tiene cerca de noventa, no anquilosa ni empuja a esa piedad típica que algunos les tienen a los viejos. Todo eso es Rodolfo Livingston, el ‘arquitecto corazón’ al que un documental le hace justicia, al revisar su método de trabajo y, en ese marco, su peculiar periplo de vida.

Método Livingston fue proyectado el jueves, en el Aula Magna del CRUB, en el antepenúltimo día de la octava edición de nuestro festival de cine argentino “Leonardo Favio”, que finalizó el sábado en el Avenida.

Dirigida por Sofía Mora (es también una de las guionistas, junto a Candelaria Frías), el documental estrenado este año en salas del país monta la cámara sobre la espalda de Livingston y se dispone a seguirlo, casi como si fuera una obra enrolada en el Dogma 95. En sus conferencias en facultades; en su casa, con sus mascotas y su hijo de 11 años; en su estudio, charlando con clientes a los que, a diferencia de una mayoría de sus colegas, escucha con atención y les pregunta con desestructurado interés, para decidir qué hacer. Pero también va al pasado, al recoger a través de emotivas pinceladas los años de su niñez con cuidadoras europeas y su juventud cautivada por la Cuba castrista, de la que fue siempre admirador.

Rodolfo Livingston es nieto de un yanqui que firmó la independencia de Estados Unidos, por eso dice que ama y odia por parte iguales a la (aún) máxima potencia planetaria, pero que esas dos partes en conflicto “se llevan bien”. Llegó a Cuba instantes después de la toma del poder por parte de la formación liderada por Castro y Guevara. Fue curioso, dado que mientras bajaban en Miami decenas de negros que huían de su país, Livingston era el único pasajero de un avión que viajaba hacia el horror, según ya empezaba a catalogar la sempiterna prensa hegemónica a un incipiente experimento comunista del que poco y nada se sabía. “Llegué y me estaban esperando (con sombrillas y sonrisas), bien podría haber sido un espía”, se ríe Livingston.

Trabajó en esa primera etapa para el gobierno, construyendo casas y barrios junto a familias pobres que empezaban a emerger de ‘la mielda’, y regresando de Perú, ya en 1967, fue que se enteró de la muerte de Guevara, a quien le dedicó un conmovedor poema que, palabra más, palabra menos, en dos pasajes expresa: ‘Me crece en el alma el tamaño de un hombre’; ‘Aquí y ahora siento vergüenza de seguir viviendo’. Muchos años después, al irse Fidel el periodismo fue a buscarlo, y Rodolfo definió frente a las cámaras de la hoy golpeada massmedia vernácula que el viejo líder “murió invicto”.

En otros pasajes de un ágil documental de 72 minutos de duración, se recogen fragmentos de intervenciones televisivas de Livingston en los años ochenta, en ese programa parteaguas que fue La noticia rebelde, en Tiempo Nuevo y en mesas con variopintos artistas metidos a ‘todólogos’. Es el Livingston polemista, el que le espetó en la cara a Bernardo Neustadt que la eficiencia sin corazón no sirve para nada, y que su propio programa abogaba por una tecnocracia que estaba envenenando al mundo.

También se pasa revista a su choque con el menemismo, que en su primera etapa lo contrató para dirigir el Centro Cultural Recoleta, a instancias del periodista Horacio Salas, secretario de Cultura de la CABA, y Livingston despejó un lugar en la planta alta para montar un ‘besódromo’. Lo echaron, según cuenta porque planeaban instalar un shopping en la planta baja -cosa que hicieron-, y él era un escollo.

En estos tramos de la película, Livingston parece un livingstone, por su ardor casi rockero para defender sus posturas siempre atentas al otro, abarcadoras de la necesidad de los ninguneados y perdedores pero sin calzarse nunca la pilcha de militante social. Todo, casi sin música, la melodía es la palabra colorida, divertida y punzante del propio Rodolfo.

En cuanto al método, el propio protagonista aclara que se trata de “una forma de ser feliz siendo arquitecto”. “En la facultad te enseñan arquitectura, no a ser arquitecto”, deferencia. Livingston está a favor de los espacios abiertos, contra la tendencia a llenarlos. Y señala que muchos construyen sus casas en función del living, un lugar que ya no se usa. “Vas a una casa y están todos en la cocina, en el living nunca vi a nadie”, exagera. En su ‘método’ hay mucha línea redonda, construcciones oblicuas y ventanas donde no van, por ejemplo en la pared de un edificio. Audacias que el statu quo nunca pudo digerir, por eso recién en los últimos tiempos, a instancias de su mujer, obtuvo una cátedra en una universidad de Chaco, donde enseña el método. Aunque la Legislatura porteña lo haya declarado ciudadano ilustre, el se ríe de no ser parte del canon, que siempre lo consideró “un niño travieso, una especie de anti-arquitecto”. Se ríe Livingston, aún con ojos de descubrir, mientras cultiva esas enredaderas de hogar que ya parecen plantas carnívoras que le impiden abrir las ventanas con comodidad. (“La arquitectura existe para sostener la enredaderas”, bromea en un segmento). Erguido en su amplio hogar está él, con esa fragancia aristocrática que traspasa la pantalla, tomándose en broma a la muerte, ese hada de negro que “algunos creen que existe”, afirmando que envejecer juntos siempre le pareció “un plan espantoso”, encontrándose con algún viejo amigo de toda la vida y, hacia el final del delicioso documental que ojalá la gestión municipal vuelva a proyectar, con alguien muy especial, luego de cincuenta años.

Chino Castro

 

 

 

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