28 de junio de 2019

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Información General. Muy buena respuesta de público a una película imprescindible

Es arriesgado e innecesario decir que se trata del documental definitivo sobre Piazzolla, pero es necesario decir que Piazzolla: Los años del tiburón, constituye un documento imprescindible para acercarnos a la dimensión humana del músico más genial que dio esta tierra, ese barro desde el que cocinó todo con una obsesión que sólo puede tener -incluso padecer- un artista parteaguas como fue Astor.


Los años del tiburón (Argentina, 2018) fue proyectada anteanoche en el ciclo Otro Cine, que el Avenida propone para los miércoles, con una alentadora respuesta de público: quienes pensaban que concurrirían diez porque Piazzolla hace años no es noticia, y porque su música suena cada vez más a contramano de los estilos que hoy gobiernan el mercado de ventas y la rotación radial y televisiva, se equivocaron: concurrió mucho público, muchísimo en términos relativos si tomamos en consideración el mencionado ciclo, y heterogéneo en edad y ocupaciones: hubo tangueros y tangueras de la ‘guardia vieja’; músicos muy jóvenes que se dedican al rock; melómanos que no se pierdan una sobre música y admiradores de Astor y del arte en general. Todos reunidos alrededor del documental de Daniel Rosenfeld, que contiene un riquísimo material de archivo, lo que se vio favorecido porque Piazzolla vivió unos doce de sus primeros quince años en esa New York a la que siempre amó, y casi todo quedó registrado, algo que no hubiera ocurrido en Argentina.


La película sigue un orden cronológico, desde el Piazzolla pibe, peleándose con todos en la calle y siguiendo el consejo de su admirado padre de que ‘primero tenés que pegar vos’, que ya forjaba una personalidad fogosa y empezaba con el bandoneón y el piano, hasta el Piazzolla del final, que asistió a la presentación del libro de su hija Diana ya muy enfermo. Pasando por el que puso al tango patas para arriba al mantener sólo el ritmo y alterar -alborotar, se podría decir- por completo la armonía.   


Quien va llevando el relato es su hijo Daniel, el hombre hoy ya grande que sufrió los diez años de silencio con su padre, desde que en 1978 Astor regresó de Europa por última vez a la Argentina y le contó que disolvía el octeto para volver a una formación de quinteto, algo que ya había experimentado: “¿Vos te das cuenta de que estás dando un paso atrás?”, osó decirle Daniel. Piazzolla respondió con una década de mutismo, que recién rompió en 1988, cuando pasó con su flamante Mercedes Benz (toda la vida se había querido comprar uno, señaló su hijo) a saludarlo. Lo primero que le dijo fue que en esos últimos meses de pescar tiburones y sentarse a componer a la tarde, no había podía generar nada, algo desconocido para él. Un Piazzolla de cuerpo entero, poco interesado en los asuntos personales propios de un padre y un hijo, sólo obsesionado por su música. “Fui un egoísta”, se definió Piazzolla en el programa Cordialmente, que conducía Juan Carlos Mareco en plena década del ochenta, en un fragmento que se ve en la película. Pero lo dice sin culpa, esa es la diferencia y lo que le da ese carácter personal que tantos conflictos le trajo. Una lectura posible sobre su vida es que Piazzolla vivió para ser un buen hijo, antes que un buen padre: a su viejo le tributa todo su amor y agradecimiento, y lo señala sin ambages como el artífice de la gloria que él supo amasar, ya que hacía cualquier esfuerzo con tal de que Astor siguiera estudiando, en Argentina y en New York. Finalmente, Astor tocaba para él.


La evolución de su arte está contada por el propio bandoneonista en documentos de época y cintas rescatadas del archivo de su hija Diana, quien escribió un libro sobre él. Esa hija militante popular y en su hora exiliada en México, que también rompió con su padre al no perdonarle que haya ido, junto a notables artistas e intelectuales del país, Borges y Sabato entre otros, a comer con el dictador Videla. En esas cintas se aprecia cómo Piazzolla fue tomando conciencia de que lo suyo era distinto, y asumiendo el perfil de un auténtico gladiador para resistir un embate de la institucionalidad del tango y la música popular hoy impensable con algún artista nuevo, y que no tenía problemas en agarrarse a trompadas por la calle ni en mandar a los sanitarios a algún periodista. Es que a Piazzolla lo negaron, lo tildaron de traidor, lo descalificaron al afirmar que lo suyo no era tango, lo dejaron solo: a diferencia del surgimiento del rock, no hubo pibes que lo bancaran. Por eso se fue, y por eso mantuvo hacia la Argentina una mirada mezcla de amor y rabia, que nunca se resolvería del todo, ni cuando al final de su carrera tocó en el Colón y se emocionó hasta las lágrimas, como se ve en un sobrecogedor primer plano que rescata el documental.


En ese tránsito hacia la amalgama de un arte genial, ya universal como el fútbol de Maradona, hubo una figura central, en la que el docu pone la tilde: Nadia Boulanger, su notable maestra de piano en Europa, que cuando no hallaba el corazón de Piazzolla al piano le pidió más, y Astor, que en ese período estaba alejado del bandoneón, tuvo que decirle la verdad, tocarle algo, y ahí Nadia le tomó ambas manos y lo descubrió. A partir de ese instante iluminador, a Piazzolla no lo paró nadie en el desarrollo de una misión con la que fue intransigente, muchas veces pagando y haciendo pagar a los suyos precios muy altos, varias veces fundiéndose y empezando de cero, ya que como él mismo decía, “cuando me desmoralizo me voy”. Esa misión fue ni más ni menos que la de crear una música distinta, rupturista, que estimulara a pensar y que jamás sirviera “para hacer la digestión ni entretenerse”, en sus propios términos.


Chino Castro

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